Durante mi salida paulatina de la niñez automática y la
transición hacia una posterior adolescencia, a lo mejor a los diez u once años, cuando se daban los
frutos y se asentaban los sedimentos de las realidades brutales, entendí que en
la palabra me hallaba. Lo hice a través de los miles y variopintos cuentos que
mi madre con devoción, y amor por la
imaginación me leyó. Y lo hice por una herramienta heredada de mi abuelo, una
biblioteca de traumatizado de post guerra. Sin embargo hasta ahora mi vocación
por la palabra era más intuitiva, que hecho. Me paseaba entre las épicas de
Tolkien, los cuentos guajiros y Cándida Eréndira y su Abuela desalmada, que con
pasmo y asombro leía.
A los catorce años me fui de la Caracas traumatizada a un
pueblo caliente donde el vapor emerge del suelo. Y en una etapa ermitaña de mi
inicial adolescencia me reencontré con un texto, porque el primer encuentro se
dio en las conversaciones familiares de Navidad donde se hablaba de tales
textos con una vehemencia que ya mi curiosidad desbordaba cualquier cántaro. Me
reencontré con las tres primeras ventanas a un pensamiento: “Amor en Tiempos de
Cólera”, “Cien años de Soledad” y “El relato de un náufrago” y en realidad mi
vida cambio, más nunca fui el mismo.
Más allá de los cuentos guajiros, Margarita, jitanjáforas, Miguel Vicente Pata Caliente y miles de obras
que me mostraron el mundo, mis maestros iniciales fueron dos. Tolkien me enseñó
la profundidad del lenguaje para ilustrar y recrear la majestuosidad de los
actos del hombre y lo puro de la emoción inicial, de cuando el mundo aun no era
mundo. Y García Márquez me enseñó a querer
la palabra nuestra, me enseñó el camino, García Márquez para bien o para mal me
metió a escritor. Al primero lo leía con Led Zeppelin, al segundo solo y
exclusivamente con buenos boleros caribeños.
Tuve la fortuna de vivir mientras lo leía en mi retiro
adolescente, en uno de los miles de Macondos que se riegan por toda nuestra
Latinoamérica y me atrevo a decir, sin importar lo que despierte tal aseveración,
que entendí muy bien lo que me regalaba.
Derramaba grandes lágrimas, grandes y gordas lágrimas en el
caserón caliente donde me mantenía aislado. Las derramaba por Florentino, sí,
Florentino uno de mis más íntimos y queridos amigos que tendré en este tránsito
por lo real. Al igual que las derramé
por Úrsula, por José Arcadio, por Aureliano Segundo, por Pilar Ternera y su voz
que hacia espantar a las palomas, por Cándida Eréndira y todos aquellos que me
hicieron amar profundamente a nuestro pueblo.
Los primeros intentos de narrar la vida fueron, cuando los
leo en retrospectiva, imitando al Gabito. Esa nostalgia suicida que García
Márquez te hace padecer siempre, me invitaba a escribir constantemente, a
entender la candencia estética de la palabra. Me despertó la posibilidad de no solo
interpretar lo nuestro, si no de extenderlo a otros con una libertad pasmosa.
Gabriel García Márquez fue para mí, lo que para él significaba Faulkner, y a
este último llegue también por él.
Lo que más admiro de su obra fue esa capacidad de comprender
la complejidad de lo humano, pero a la vez la sencillez de este. Esa capacidad
de ser sencillamente genial, aspiración a la cual creo que nadie debe ser
optimista. Y a la vez exponer una situación histórica de nuestros pueblos llena
de contradicciones, tensiones, violencia y complejidades. Su obra no solo parte
de la vida concreta, si no que la traduce. Hace de lo local- universal y
viceversa. No cabe duda alguna que Gabriel García Márquez fue un gran
intérprete de lo nuestro, máxima aspiración del conocimiento.
A la vez su capacidad innovadora siempre fiel a la
perspectiva latinoamericana se hizo eco de Rulfo y dio otro paso más allá. Inclusive su no linealidad histórica y cronológica, no solo es un
estilo. Es una forma de increpar ciertas versiones del conocimiento y el
tiempo.
Queda decirle unos buenos adioses, tomarse unos buenos
tragos y leerlo con placer. Solo me queda darle las gracias por enseñarme a
aspirar siempre a comprender lo nuestro, por enseñarme a amar a nuestra gente,
por extenderme una vocación y llevarme de la mano en los comienzos. Si solo
escribía para que los amigos lo quisieran, aquí hizo otro.
Gracias García Márquez.
Francisco Calderón Alcalá