miércoles, 23 de abril de 2014

¿Y mi encuentro con García Márquez?




Durante mi salida paulatina de la niñez automática y la transición hacia una posterior adolescencia, a lo mejor a  los diez u once años, cuando se daban los frutos y se asentaban los sedimentos de las realidades brutales, entendí que en la palabra me hallaba. Lo hice a través de los miles y variopintos cuentos que mi madre con devoción,  y amor por la imaginación me leyó. Y lo hice por una herramienta heredada de mi abuelo, una biblioteca de traumatizado de post guerra. Sin embargo hasta ahora mi vocación por la palabra era más intuitiva, que hecho. Me paseaba entre las épicas de Tolkien, los cuentos guajiros y Cándida Eréndira y su Abuela desalmada, que con pasmo y asombro leía.
A los catorce años me fui de la Caracas traumatizada a un pueblo caliente donde el vapor emerge del suelo. Y en una etapa ermitaña de mi inicial adolescencia me reencontré con un texto, porque el primer encuentro se dio en las conversaciones familiares de Navidad donde se hablaba de tales textos con una vehemencia que ya mi curiosidad desbordaba cualquier cántaro. Me reencontré con las tres primeras ventanas a un pensamiento: “Amor en Tiempos de Cólera”, “Cien años de Soledad” y “El relato de un náufrago” y en realidad mi vida cambio, más nunca fui el mismo.
Más allá de los cuentos guajiros, Margarita, jitanjáforas,  Miguel Vicente Pata Caliente y miles de obras que me mostraron el mundo, mis maestros iniciales fueron dos. Tolkien me enseñó la profundidad del lenguaje para ilustrar y recrear la majestuosidad de los actos del hombre y lo puro de la emoción inicial, de cuando el mundo aun no era mundo.  Y García Márquez me enseñó a querer la palabra nuestra, me enseñó el camino, García Márquez para bien o para mal me metió a escritor. Al primero lo leía con Led Zeppelin, al segundo solo y exclusivamente con buenos boleros caribeños.
Tuve la fortuna de vivir mientras lo leía en mi retiro adolescente, en uno de los miles de Macondos que se riegan por toda nuestra Latinoamérica y me atrevo a decir, sin importar lo que despierte tal aseveración, que entendí muy bien lo que me regalaba.
Derramaba grandes lágrimas, grandes y gordas lágrimas en el caserón caliente donde me mantenía aislado. Las derramaba por Florentino, sí, Florentino uno de mis más íntimos y queridos amigos que tendré en este tránsito por lo real.  Al igual que las derramé por Úrsula, por José Arcadio, por Aureliano Segundo, por Pilar Ternera y su voz que hacia espantar a las palomas, por Cándida Eréndira y todos aquellos que me hicieron amar profundamente a nuestro pueblo.
Los primeros intentos de narrar la vida fueron, cuando los leo en retrospectiva, imitando al Gabito. Esa nostalgia suicida que García Márquez te hace padecer siempre, me invitaba a escribir constantemente, a entender la candencia estética de la palabra.  Me despertó la posibilidad de no solo interpretar lo nuestro, si no de extenderlo a otros con una libertad pasmosa. Gabriel García Márquez fue para mí, lo que para él significaba Faulkner, y a este último llegue también por él.
Lo que más admiro de su obra fue esa capacidad de comprender la complejidad de lo humano, pero a la vez la sencillez de este. Esa capacidad de ser sencillamente genial, aspiración a la cual creo que nadie debe ser optimista. Y a la vez exponer una situación histórica de nuestros pueblos llena de contradicciones, tensiones, violencia y complejidades. Su obra no solo parte de la vida concreta, si no que la traduce. Hace de lo local- universal y viceversa. No cabe duda alguna que Gabriel García Márquez fue un gran intérprete de lo nuestro, máxima aspiración del conocimiento.
A la vez su capacidad innovadora siempre fiel a la perspectiva latinoamericana se hizo eco de Rulfo y dio otro paso más allá.  Inclusive su no linealidad  histórica y cronológica, no solo es un estilo. Es una forma de increpar ciertas versiones del conocimiento y el tiempo.
Queda decirle unos buenos adioses, tomarse unos buenos tragos y leerlo con placer. Solo me queda darle las gracias por enseñarme a aspirar siempre a comprender lo nuestro, por enseñarme a amar a nuestra gente, por extenderme una vocación y llevarme de la mano en los comienzos. Si solo escribía para que los amigos lo quisieran, aquí hizo otro.
Gracias García Márquez. 
Francisco Calderón Alcalá